La misericordia es “la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria espiritual o material de otro, sentimiento que nos compele a socorrerlo sí podemos”.
Significa colocar la miseria del prójimo en nuestro corazón. En un corazón que se compadece y que actúa. Es tener un corazón compasivo, que se duele por la miseria, la desgracia, el infortunio, la estrechez de otro, por su falta de lo necesario para sus necesidades básicas, por su extrema pobreza material y espiritual.
No está la misericordia solamente en socorrer al materialmente pobre, sino a todo el que es pobre, que padece cualquier otro tipo de pobreza. La pobreza no es siempre solamente pobreza material, falta exterior de alimento o de vestido. Hay otras carencias interiores que no se “ven” si no se tienen los “ojos de misericordia”, otras miserias que atentan contra la dignidad humana.
Dios dijo que “no sólo de pan vive el hombre”, y el acento hay que ponerlo tanto en la palabra “pan” como en las palabras “no sólo”. De ahí que lo que nos debiera movilizar a mayor celo sea la miseria espiritual, la persona que vive enemistada con Dios, que lo desconoce o que lo ignora.
Como decía Saint Exùpery, lo “esencial es invisible a los ojos”, de ahí que haya que esforzarse en penetrar en ese misterio que es el alma y el corazón del hombre que sufre. Los que sufren privaciones espirituales o intelectuales, los que sufren de ignorancia, desconcierto, incertidumbre y confusión por no conocer la verdad, los que sufren desorientados y confundidos porque necesitan luz y consejo, los que sufren sin saber por qué ni para qué sufren... que hoy (por la falta de sentido trascendente de la vida) son una gran mayoría.
Sería más fácil que algo nos indicara que el prójimo está en grado de “miseria interior”, esa pobreza profunda y escondida por la cual uno sabe que tiene el corazón herido. La prueba de que una persona sin carencias materiales es alguien necesitado de misericordia son sus síntomas de infelicidad, confesados o encubiertos. Allá donde una persona padece infelicidad está precisando de misericordia. Otra cuestión es que el que está necesitado de ella lo sepa o no, lo confiese o lo calle, quiera aceptar la misericordia o la rechace, pero si hay falta de alegría la señal es inequívoca.
Tan importante es la misericordia que Jesús nos la presenta como una llave más para entrar al Reino de los cielos: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” sentenció en el Sermón de la Montaña. La misericordia que habremos tenido con nuestro prójimo, (no necesariamente porque se lo merezca, sino porque es el “próximo” y porque está mandado), será una llave para abrir la puerta de los cielos.
Jesús refuerza el concepto con la parábola del Buen Samaritano, quien se compadece de un hombre asaltado por los ladrones a la vera del camino. El buen samaritano también tenía sus propios planes, sus problemas y sus preocupaciones. Pero abandona el camino, se para, se detiene, sale de su comodidad, de su propio yo y se acerca al otro, al necesitado, tomando en cuenta que está herido.
El buen samaritano tuvo “compasión”, se compadeció, fue tocado en lo más profundo de su corazón por el sufrimiento ajeno. Tomó conciencia de la necesidad ajena y se detuvo. El sacerdote y el levita también lo habían visto, pero no habían penetrado en su necesidad y por eso siguieron de largo. No se dejaron involucrar con la necesidad ajena. El buen Samaritano presentará un nuevo sacerdocio: la actitud cristiana.
Este viaje entre Jerusalén y Jericó cambió los planes del buen samaritano, lo liberó de su egoísmo, de su propia preocupación, de sus propios planes, salió de sí y se volcó hacia el necesitado. “Ve y haz tú lo mismo” nos señala Jesús a todos en el Evangelio, mostrándonos el ejemplo a seguir, caminando por la vida y mirando a nuestro prójimo tratando de ver, de profundizar si nos necesita, y apoyarlo, (en lo posible), hasta dejarlo en la posada, (que es Dios), para que pueda seguir de pie el camino de esta vida terrena.
Estamos obligados a tener misericordia con los parientes y con los extraños, con los buenos y con los malos, con los que nos hacen favores y con los que nos agravian y la recompensa será, según Dios nos promete, ser tratados el día del Juicio de la misma manera en que habremos tratado a los demás.
Es importante recordar que el prójimo no se encuentra en África ni en la India, sino que es el más “próximo” a nosotros. Dios no nos pide que nos ocupemos metafóricamente del “hambre del mundo” sino concretamente del hambriento que nos golpea la puerta. Del que tenemos al lado, enfrente, delante, a la vista, a quien podemos solucionarle el problema del hambre, de la sed, de un trabajo u otra necesidad.
Dios nos pide que le tendamos la mano a quien está a nuestro alcance, no los que viven en otro continente y por quienes seguramente nunca haremos nada. Nuestros prójimos serán los que tenemos codo a codo en nuestra casa, en nuestro barrio, en nuestro círculo de amistades, en nuestra ciudad, y, como máxima extensión quienes viven en nuestra Patria, para no caer en la tentación de evadirnos de nuestra realidad concreta por soñar con enormes empresas que jamás haremos.
Nada más abstracto y menos concreto como acción de misericordia que vivir hablando de nuestra preocupación por el “hambre en el mundo”, por los que “no conocen a Dios” en el África, cuando estamos rodeados de “prójimos” por los “próximos” que están, que tampoco Lo conocen y que también tienen hambre espiritual y material.
La revolución anticristiana, en su propuesta de individualismo feroz, nos induce a pasar por la vida haciendo exclusivamente lo nuestro, lo que nos atañe, lo que nos conviene, a lo sumo sirviéndonos del prójimo y no involucrándonos con él. Para contrarrestar este ataque brutal a la persona humana y a su naturaleza, la Iglesia, tomando como referencia los consejos evangélicos del Sermón de la Montaña, enseña que las obras de misericordia a practicar son 14: (7 corporales y 7 espirituales).
Las obras de misericordia corporales son:
Visitar y cuidar enfermos.
Dar de comer al hambriento.
Dar de beber al sediento.
Dar posada al peregrino.
Vestir al desnudo.
Redimir al cautivo.
Enterrar a los muertos.
Las obras de misericordia espirituales son:
Enseñar al que no sabe.
Dar buen consejo al que lo necesita.
Corregir al que yerra.
Perdonar las injurias.
Consolar al triste.
Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
El pecado opuesto a la misericordia es la dureza de corazón, la crueldad. Nuestra sociedad actual es dura, seca y violenta porque poco o nada de esto existe en general (especialmente las obras de misericordia espirituales), ni se enseña a los niños y jóvenes para que se las practique. En todos los ámbitos de la sociedad tiene puesto el acento no en el prójimo sino en el individualismo exacerbado que arrasa con todas ellas. La propuesta que les llega a través de los medios de comunicación es totalmente materialista y en franca oposición a lo predicado por Cristo.
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